Pasada la lobera la carretera se aparta de la costa y de
vez en cuando surgen tierras de cultivo que dan un toque verde en el árido
paisaje.
El ejército tiene varios puntos de control a lo largo de la
carretera. Normalmente nos hacen parar y les tenemos que enseñar el interior.
Buscan sobretodo drogas y armas.
Conforme nos adentramos en el interior de la península el
desierto cubre el paisaje.
El único rastro de vida son los pequeños y pobres
establecimientos, donde se sirven comidas o se arreglan pinchazos.
Los cactus son los auténticos protagonistas de esta reseca
tierra. El cardón gigante es su máxima expresión.
Esta zona del desierto, por la que transitamos, se le conoce
como el valle de los cirios, por estos esbeltos cactus.
Tres kilómetros y medio antes de la aldea de Cataviña se
encuentra la cueva pintada.
Son pinturas rupestres de los indios cochimies que habitaron
la península.
El paisaje es desolador agravado por la enorme sequedad y la
elevada temperatura de un sol abrasador que a principios de agosto hace que el
termómetro supere fácilmente los 40º.
A la salida de Cataviña paramos en un pequeño café donde
tomamos unos burritos de carne, con limonada y hielo que nos supieron a gloria.
La carretera es muy estrecha y cuando nos cruzamos con otro
camión casi se rozan los espejos retrovisores. Realmente da miedo cuando alguno
de ellos va a más velocidad de la debida.
300 km. después de la última vez que tocamos la costa,
entramos en la Bahía de Santa Rosalillita.
Al amanecer esta aldea de pescadores se echa a la mar.
Capturan, sobre todo en esta época, una especie de
tiburón pequeño llamado cazón.
Intentamos comprarles pescado pero nos regalaron un precioso atún.
El pueblo, como casi todos en la Baja California, es
destartalado, diseminado, sin orden ni concierto y con bastante suciedad.
Sin embargo, sus gentes son generosas y amables y sus playas
de ensueño.
Hicimos una excursión hacia el oeste, donde hay una isla con
una colonia de elefantes marinos.
Junto al pueblo construyeron hace ocho años un puerto con
todas sus instalaciones, gasolinera, traveling, club social……que no pudieron
inaugurar porque se les anego de arena.
La última noche la pasamos en la playa de poniente, donde la
marea fue tan fuerte que tuvimos que mover el camión porque estábamos rodeados
de agua.
Continuando hacia el sur, en el paralelo 28 entramos en el
estado de Baja California Sur.
La primera población es la ciudad de Guerrero Negro, llamada
así por un barco ballenero que embarranco en su laguna. Aquí acuden turistas de
todo el mundo para ver las ballenas grises que crían de febrero a marzo.
Al norte de la ciudad, dentro de la bahía, se extiende una
cadena de dunas que es el mejor sitio para darse un baño. Como son aguas
interiores, no están muy claras, pero por fin han dejado de estar frías.
Con la marea baja, semienterradas en la arena, es muy fácil
coger unas cuantas almejas para el aperitivo.
También es famosa esta población por tener las segundas
salinas más importantes del mundo y las primeras en producción con siete
millones de toneladas de sal al año. Pero no pudimos visitarlas, pues había que
programarlo con antelación.
Un buen lugar para acampar es el antiguo faro.
Es curioso el uso de algunas palabras del castellano
que para nosotros tienen otro significado o no existen, como llantera para
nombrar los neumáticos.
O nevería para una heladería.
O abarrotes para una tienda de comestibles.
La carretera continúa con rumbo sur alejándose de nuevo de la
costa hacia el interior de la península. 25 kilómetros después de la ciudad de
El Marasal nos desviamos hacia San Francisco de la Sierra.
Esta sierra ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad por
encontrar en ella más de 300 cuevas con pinturas rupestres. Ascendemos hasta
los 1.100 metros en un bonito recorrido rodeados de montañas y cañones.
A siete kilómetros del pueblo la carretera asfaltada termina
bruscamente, convirtiéndose en una pista tan estrecha que apenas entran las
ruedas del camión. Aquí se les acabo el presupuesto hace 12 años.
La pista pasa por unos cortados y zonas tan estrechas que
pensamos que se pueda convertir en una encerrona donde no podamos ni siquiera
dar la vuelta.
A la entrada del pueblo se encuentra el albergue Buenaventura
donde aparcamos para pasar la noche.
Al día siguiente nos damos una vuelta por esta aldea de tan solo
16 familias.
El pueblo lo fundó un soldado español a principios del siglo
XVIII llamado Buenaventura Arce. Ahora se ve beneficiado por los turistas que
suben para contemplar las pinturas rupestres.
En el albergue se hacen los trámites para acceder a una cueva. Se pagan 185 pesos por el permiso y 100 pesos mas por el guía, que por turnos lo realizan la gente del pueblo.
Chico, que es el dueño del albergue, fue el que nos hizo de
guía.
Las pinturas rupestres indias más accesibles son las de la
cueva del Ratón. Sin embargo las pinturas mejor conservadas y más
espectaculares son las de la cueva de las Flechas y la Pintada, pero el camino
se hace en mula y es necesario hacer noche.
Los indios cochimies eran los pobladores de estas tierras
cuando llegaron los misioneros jesuitas, pero se cree que fueron sus
antecesores los que las pintaron, con una antigüedad desde 10.000 a 3.000 años
AC.
Mapas del recorrido.
Filopensamientos y otras cosas……………..
Cuando llegamos a la remota aldea de San Francisco de la
Sierra, entre montañas a 1100 metros de altura, no sabíamos las sorpresas que
nos deparaba.
Habitada desde tiempos ancestrales por los indios cochimies,
fueron los jesuitas los primeros en establecer una misión. Después llego el
soldado Buenaventura Arce y fundó este pueblo. Se cree que a su llegada vivió
en la cueva del Ratón, donde están las pinturas rupestres.
Chico, nuestro guía y también dueño del albergue, se apellida Arce
y su familia desciende directamente de aquel soldado español.
El albergue está construido con piedra volcánica y sus techos
de hoja de palma entrelazada, su mobiliario de madera rustica, sus fotografías
y objetos decorativos demuestran una sensibilidad y un gusto que alabamos.
Cuando le decimos que somos de Cartagena, con una sonrisa nos
cuenta que ha estado en Murcia, Lorca y Almería. Que el albergue fue financiado
por el gobierno regional murciano, con el que todavía sigue ligado.
Fue a Murcia a conocer las cabras murcianas y en Lorca
aprendió a hacer queso. En la aldea
todos viven de estos animales y la cabra murciana tiene unas características
genéticas muy superiores a las suyas y se adapta perfectamente a este medio.
Han abierto una flamante quesería al comprobar los resultados
de la leche de estas cabras. Con las suyas necesitaban de 6 a 7 litros de leche
para un queso de un kilo, ahora con 3 litros es suficiente.
Una bonita historia en una lejana aldea con un buen fin. Ojala
les vaya bien. Solo algunas veces la cooperación da con buenas gentes que saben
sacar provecho de esas ayudas.
Encantadora la historia del Chico Arce.
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