Regresamos a Chile el 10 de marzo después de pasar las
Navidades en España, como teníamos programado. Todavía no se había decretado el
estado de alarma y nos creímos lo que decía el gobierno. Nada más llegar a
Chile cerraron fronteras y decidimos quedarnos donde teníamos el camión en Arica,
al norte del país.
Arica nos pareció un buen lugar, pues es una pequeña ciudad de
unos 100.000 habitantes, con buenos servicios, junto al mar, con un clima ideal
de eterna primavera. Y todo ello rodeado
por el inhóspito y extenso desierto de Atacama.
Además, teníamos la suerte de contar con la inestimable ayuda
que nos volvió a ofrecer Javier para quedarnos acampados en la parcela de su
propiedad.
Aquí todavía no se había extendido la enfermedad y sabiendo
que más tarde llegaría y nos tendríamos que confinar, decidimos aprovechar para
conocer un poco más la región. Nos dirigimos hacia el norte por la carretera
que lleva a Bolivia.
Esta vía discurre paralela al río LLuta, que crea un sinuoso
manto verde, flanqueado por enormes montañas de arena.
Uno de los principales peligros para los viajeros está en la
carretera y esta ruta de montaña, transitada especialmente por los grandes
camiones que desde Bolivia se dirigen al puerto de Arica, da muestra de ello.
Siempre subiendo este largo puerto desde que dejamos la costa
y después de 94 kilómetros, llegamos a
la aldea de Copaquilla a 2800 m. de altitud.
Un remoto lugar donde será difícil que llegue el virus a
contaminar a las dos únicas familias que viven aquí.
Pasamos unos días haciendo senderismo por rutas no marcadas
que nosotros descubríamos al andar todos los días.
Muy cerca de la aldea, recorrimos las ruinas del Pukara de
Copaquilla.
Un Pukara es un recinto amurallado. Este en su interior
alberga unos 400 espacios con muros circulares, data del siglo XII y se alza en unos terrenos predominantes
rodeado de enormes acantilados.
Continuamos hacia el norte, nuestro destino es el parque
nacional Lauca, donde está el lago Chugará, próximo a la frontera con Bolivia.
Pero antes de llegar en el Paradero de Zapahuira, rozando los
3.400 m. de altitud, nos paran en un control sanitario y nos prohíben seguir
avanzando.
Fue una pena no poder disfrutar unos días de este parque y
solo pudimos contemplar en la lejanía el impresionante volcán Taapaca de 5.775
metros.
Hacemos el camino de vuelta, haciendo varias noches en estos
solitarios parajes. Por aquí se dan las condiciones para que crezca este
peculiar cactus conocido como candelabro.
Conforme descendemos de las montañas, desaparece la vegetación
y vuelve el desierto.
Cuando llegamos a Arica han empezado a imponer medidas
sanitarias aunque todavía sin cuarentena. Decidimos aprovisionarnos, en sus
modernos centros comerciales, para lo que pudiera pasar en los próximos meses.
Como tampoco había restricciones de movilidad nos dirigimos por la nacional 5 hacia el sur para pasar unos días en Caleta Vitor, siempre rodeados por esas inmensas montañas de arena.
Caleta Vitor es una apartada y solitaria playa franqueada por
cerros que superan los mil metros de altura y donde viene a desembocar el río
que le da nombre.
Acampamos sobre el acantilado de tierra que da al río. Para
acceder a la playa teníamos que cruzar el cauce con el agua hasta las rodillas.
Al río acudían miles de pájaros todos los días que se
zambullían y se lavaban en agua dulce, todo un espectáculo.
En la parte sur de la bahía, en la ladera de la montaña, hay
unas cuantas cuevas. Como sabíamos que la cultura chinchorro se desarrolló en
esta región, 10.000 años atrás, nos gustó encontrar vestigios de ella en
algunas pinturas rupestres.
Desde las terrazas de las cuevas se domina la playa y el
fondeadero de los barcos de pesca, así como un viejo y desvencijado muelle
donde ahora sestean los cormoranes.
Si pasas muchas horas observando la naturaleza y teniendo suerte, la vida animal siempre te sorprende. Seguíamos las evoluciones de un león marino que de tanto en tanto emergía para coger aire y sumergirse de nuevo, en una de ellas lo vemos zarandear violentamente algo. Con el zoom comprobamos que había capturado un pulpo.
En otro rincón de la costa encontramos una esquiva nutria
marina.
El mar está plagado de vida y en cambio en el desierto costero
muy pocos animales pueden sobrevivir, como los lagartos de Arica y los
omnipresentes y carroñeros jotes cabeza colorada.
En la parte norte de la bahía se encuentra un asentamiento de
cañones que en su tiempo defendieron la entrada a esta playa.
Se nos acaban las provisiones de fruta y verdura y decidimos
regresar a Arica. Además la pandemia está avanzando y nos recluirnos en la
parcela de Javier. Los primeros meses
los dedicamos al mantenimiento del camión. Y entablamos una buena amistad con Iván
que se encarga de las obras de Javier en Arica.
Nuestro refugio está en Villa Frontera, una urbanización a
unos 8 km. de Arica, donde tenemos la suerte de poder salir todos los días a
andar o pasear en bicicleta por el cercano desierto.
Alternamos el desierto con paseos por la playa. Desde el
primer día nos propusimos una norma de trabajo, lectura y ejercicio físico, que
nos ha mantenido con una relativa actividad.
Mapas.
Filopensamientos y otras cosas………
Llegamos a Arica en los primeros días de marzo y todavía
teníamos la ingenua creencia, que por aquel entonces circulaba en España, de
que solo habría unos pocos infectados. El mismo día de nuestra llegada cerraron
las fronteras y el paso entre provincias. El objetivo de este año era recorrer Bolivia y Brasil,
pero pronto nos dimos cuenta que esto iba a ser imposible y pasamos a un plan B
que consistiría en bajar por Chile para dejar el camión cerca de Patagonia.
Hoy, en los últimos días de agosto, todavía siguen cerradas
fronteras y carreteras y hemos decidido regresar a España, con la esperanza de
poder volver a final de año si la pandemia ha remitido lo suficiente para continuar
nuestro viaje hacia el sur.